¿Por qué nos odiamos tanto?

MA
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29 de septiembre de 2020
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01:22 am
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¿Por qué nos odiamos tanto?

Juan Ramon Martínez

El odio entre los hondureños –incluso antes de la conquista española– ha sido constante en la historia. Se refiere que, ante la invasión española, Lempira forjó una alianza entre tribus enfrentadas. Durante la República, iniciada en 1821 y consolidada en 1823, el odio entre peninsulares y criollos, era una cuestión de mezquindad natural y de obligado comportamiento. Incluso entre los comerciantes de El Salvador y Honduras, frente a los prestamistas guatemaltecos, más que diferencias por el proyecto de nación a constituir, había el odio que creaban las relaciones de los explotados y los explotadores. Entre Comayagua y Tegucigalpa, estuvimos a punto de matarnos los unos a los otros, cosa que se evitó con las negociaciones de las vueltas del Rodeo.
Durante la República Federal, el odio se convirtió en la emoción natural que animó las luchas guerreras. El odio de Ferrera contra Morazán es antológico. Tanto más que el “mulato de hierro” había servido bajo sus órdenes. El odio entre Carrera y Morazán, todavía hiere las relaciones entre guatemaltecos y hondureños.

Y durante la República, el encono entre Medina y Soto –que terminara con el fusilamiento del primero a manos del segundo–, todavía sigue, de alguna manera, marcado el inconsciente nacional. Y las guerras civiles de finales del siglo pasado, las enemistades entre Policarpo Bonilla y Domingo Vásquez; y después, entre el primero y Manuel Bonilla, llenaron de sangre la campiña hondureña. La guerra de 1907, en que los liberales fueron apoyados por Nicaragua para derribar a Manuel Bonilla en 1907, dejaron en Namasigüe el mayor número de cadáveres que se recuerda en las guerras que aquí, algunos llaman revoluciones, que nos han marcado a unos y otros, impidiéndonos diferenciar lo que son los odios personales y las obligaciones que tenemos que cumplir juntos, para hacer de Honduras, una nación de verdad. La sangre derramada, no solo impidió la acumulación primaria de capital, la forja de una burguesía nacional, sino que además, convirtió al gobierno en un botín en que, frente a él, disputaban los espacios nacionales primero, para después luchar por su venta a los capitalistas extranjeros. La frase de Rafael Heliodoro Valle, que “la historia de Honduras se puede escribir en una lágrima”, describe, sintéticamente, la capacidad de los hondureños para odiarnos los unos a los otros. Y la habilidad para impedir que, en este país, pudiéramos crear instituciones, con las cuales garantizar la paz, facilitar el desarrollo económico, forjar la justicia social, fortalecer el sistema democrático, y garantizar la felicidad de todos los hondureños.

Como carecemos de memoria histórica, y las élites gobernantes conocen más la historia de los Estados Unidos que la de Honduras, no hemos podido hacer que las universidades se conviertan en escuelas para dirigentes democráticos. Tampoco el sistema educativo en general –padres de familia, maestros, sacerdotes y pastores, más preocupados en sí mismos, que en su misión trascendental, periodistas e intelectuales–, ha podido desarrollar entre la población, una cultura de respeto a la ley, de diferenciación entre las instituciones con sus titulares temporales; ni mucho menos, desarrollar el concepto que, el gobierno es un instrumento al servicio del bien común. Por ello votar, es una fiesta bufa, en la que el poder es una piñata, para que los más agresivos e inescrupulosos, que se lo disputan con odio singular, alegrando a los más ingenuos entre nuestros compatriotas.
En los últimos años, el odio soterrado y que no era público, porque no existían las “redes sociales”, que permiten que el mismo se exprese, impunemente, anónimamente, volviéndose capricho infantil, disputa primaria y simpleza elemental, ha crecido. “Enemigo del pueblo”, es la ofensa favorita, de frontera indefinida, que los ingenuos aceptan como si fuera la línea Maginot, en que los cada día más menguados seguidores de Zelaya y Nasralla, disputan por mostrar más odio a los nacionalistas o a los que, por incompetencia, no queremos participar en la orgía ofensiva y descalificatoria. El odio ahora, es más público y por ello, odiarnos es, incluso obligado. Rentable. Y como es irracional, ganar las elecciones por unos y perderlas por otros, no disminuirá el odio, más bien, lo aumentará. Hasta que, una nueva generación, siguiendo a Martí, desarrolle la idea que la “República del odio” que hemos tenido, no ha servido sino para desprestigiarnos. Y hacernos objeto, del menosprecio mundial.

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