El Mesías

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17 de febrero de 2021
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01:27 am
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El Mesías

Carlos Eduardo Reina Flores

Dios reveló al pueblo de Israel su nombre YHWH. Los hebreos introdujeron vocales para pronunciarlo “Yahweh”. El profeta Isaías dio a conocer que vendrá el Mesías a salvarnos. Emanuel que se traduce a “Dios con nosotros”. ¿Pero por qué se iguala el nombre Jesús a Dios con nosotros?

En Arameo, el lenguaje que hablaban en Israel en esos tiempos, el nombre Jesús se traduce como Yahshua. Yahshua se divide en dos sílabas, Yah y Shua. Yah es el diminutivo de Yahweh. Shua en su lenguaje original se traduce a salvación. Yahshua es, entonces, “Dios es salvación”.

El nombre Yahweh en el latín se traduce a Jehovah, YHWH a JHVH; y Yahshua a Jesús. Jesús quiere decir Jehovah es salvación. En arameo el término que se usa para un descendiente del Rey David, hijo de Dios, es Mesías. Esa palabra se traduce al latín como Cristo. Entonces Yahshua el Mesías es Jesucristo.

Podrá cuestionarse que Emanuel (Dios con nosotros) no se equivale al nombre Jesús (Dios es salvación). Pero como lo dice el evangelista Mateo, en esto no hay contradicción ya que Dios (YHWH) es salvación.

Génesis nos dice que Jehovah creó los cielos y la tierra. En los cielos creó la luna y las estrellas para que reinen la noche. Los astros existen para dar testimonio de los hombres en la tierra, demostrado por José hijo de Jacob. Todo ser humano tiene una historia, y así acontece que las estrellas guardan la certificación de nuestras vidas.

Aprender de los misterios es espacio sideral para adivinar el provenir. Einstein y Oppenheimer estudiaron los astros para dar con sus milagrosos descubrimientos. Cada 800 años aparece lo que conocemos como la estrella de Belén. En tiempos del rey Herodes, los magos de oriente, por el resplandor de una estrella sabían que había nacido el rey de los judíos.

Se dirigieron a Belén guiados por la profecía del profeta Miqueas que de allí saldría el Señor de Israel. No en vano el rey David advertía que “Los cielos cuentan la gloria de Dios”, dando testimonio que aquella estrella era un indicador. El profeta Isaías había escrito que una virgen le dará luz a un hijo y su nombre será Emanuel, cuyo significado es “Dios con nosotros”. Con estas claras señales los magos no titubearon en dar con el pesebre de Jesús.

La vida de Yahshua fue una bendición. Llena de hazañas milagrosas. Como devolverle la vista a un ciego y como lo había hecho el profeta Eliseo, devolverle la vida a un muerto. Pasados los 30 años, llegó como profeta a Jerusalén. El pueblo israelí festejó la llegada de Jesús montado en el asno. “Tomaron hojas de palma y salieron a recibirle, y gritaban: ¡Hosanna! BENDITO EL QUE VIENE EN EL NOMBRE DEL SEÑOR, el Rey de Israel”.

En la última cena con sus apóstoles les limpió los pies. Conversaron y les repartió pan y vino, dándoles a conocer que ese era “su cuerpo y sangre”. La traición –como estaba anunciada– vino de uno de sus discípulos más querido, Judas Iscariote.

La traición la pagaron con treinta monedas de plata. El Cristo para evitar conflicto pacíficamente fue con sus captores. Al siguiente día Pilato, lavándose las manos, dejó que la multitud escogiese entre salvar a Jesús o al asesino Barrabás.

La pasión de Cristo se divide en 14 estaciones. Desde su condena hasta que obligado a cargar la cruz, es azotado por sus verdugos, y se repite una y otra vez sus caídas al suelo por la Vía Dolorosa. Cae y se levanta, hasta llegar al Gólgota, el calvario en las afueras de las murallas de Jerusalén. Fue asistido por Simón de Cirene. Es crucificado. Pero en el tormento de la agonía no reprende a sus ejecutores, sino que ora por ellos y el bien de los otros ajusticiados.
José de Arimatea, uno de sus discípulos, pidió a Pilato por su cuerpo para darle una sepultura digna a la tradición judía. José tomó el cuerpo inerte, lo lavó y lo acostó en una cueva.

Cuando Jesús nació los magos le otorgaron oro, incienso y mirra. En su sepultura José perfumó su cuerpo con incienso. Llegaron guardias romanos a custodiar la entrada del sepulcro, colocaron una roca pesada para tapar la puerta, por el temor de los fariseos en la resurrección.

Días después por la mañana discípulos que pasaron, encontraron la puerta abierta. Ingresaron al anuncio de un ángel que Jesús había resucitado. El Cristo se le apareció a los apóstoles, comió pescado y un panal de miel. Como el profeta Elías, subió a los cielos.

Tiempo después de su ascenso a los cielos, se le apareció al fariseo Saulo. Quedó deslumbrado y la gracia lo conquistó. Se evangelizó y cambió su nombre de Saulo a Pablo. Este evento lo transformó. Despojado del deseo de ocultar su existencia, quería darle a conocer a todo el mundo la figura del Mesías. Abandonó Damasco y se dirigió a la tierra prometida. Allí conoció el apóstol San Pedro que lleva las llaves del cielo. Juntos emprendieron la sagrada misión de establecer la Iglesia Católica Apostólica Romana.

Pablo el misionero visitó distintos lugares. Agradecido a quienes les dieron posada en su misión evangelizadora escribió las epístolas. Estas ahora se concentran en el núcleo del Nuevo Testamento.

¿Si Jesús es hijo de Dios, cómo puede ser que nosotros los mortales nos igualemos a él? Esta pregunta la contesta Pablo a todos los gentiles: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios”. (Romanos 8:14).

El apóstol Santiago nos da a conocer esto en su epístola: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos”. (1:22).

Nada se gana con la soledad. Para ser hijos de Dios, ocupamos practicar su palabra. Y con el simple hecho de ejecutarla, convivimos con otros humanos. Y con otros cumpliendo los mandamientos, formamos parte de Jesucristo.

Esto nos lo aclara el apóstol de los gentiles en su epístola a los romanos: “Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros”. (14:5).

Todos somos parte de Él. Nuestra existencia es lo que lo hace. Yahshua el Mesías sigue vivo, y nosotros al cumplir los mandamientos somos parte de Él.

¿Pero si Jesús resucitó, nosotros como nos asimilamos a Él? Esta pregunta se la responde San Pablo a los Corintios, escribiendo: “Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder”. (15:42-43).

Alabado al que la fe no lo abandona. Que el Señor sea con todos nosotros. ¡Amén!

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