La campesina que se hizo doctora

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29 de mayo de 2022
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12:01 am
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La campesina que se hizo doctora

Clave de SOL:

Por: Segisfredo Infante

En un país con bajísimos niveles de lectura y de saberes universales, baja autoestima y un pésimo proceso de enseñanza-aprendizaje en la esfera de las matemáticas, el cuento de “Leticia” ha venido a impactarme entrañablemente. En el pie de página se dice que pertenece al “Muro de Víctor Manuel Cruz Castañón”. Por la importancia de su contenido deseo parafrasear y transcribir partes del texto.

Se trata de la narrativa, real o imaginaria, de un profesor rural, con alumnos muy pobres, en cuyo grupo destaca una niña de once años de edad por aquello de su apariencia mugrosa, piojosa, pelo descolorido, maloliente y mocosa. Me imagino que padecía de rinitis crónica. Todos los demás compañeritos hacían escarnio de ella (“bullying escolar” le dicen ahora), porque entre los pobres, Leticia era la más extremadamente pobre, y nadie quería reunirse en grupos a estudiar con ella. Por suerte el profesor se había interesado en la niña por su disciplina y por su participación en clases, motivo por el cual regañaba y aconsejaba al resto de los muchachos. Sin embargo, las burlas y el desprecio continuaban contra la humilde Leticia.

El profesor reporta que en su aula había dos horas de lectura a la semana. Y en algún momento les leyó “La Cenicienta”, cuento que fue aplaudido e interiorizado por la niña Leticia, recibiendo nuevas burlas. Aquel cuento de hadas de posible origen medieval, modernizado en épocas posteriores, tuvo repercusiones positivas en la vida ulterior de aquella preadolescente. En este punto deseo introducir una apostilla histórica: En un reglamento educativo todo destartalado, descubrí que a mediados de la década del treinta del siglo veinte, en las aulas hondureñas eran obligatorias más de cuatro horas de lectura a la semana, en voz alta y con la participación de profesores y estudiantes. Aparte de ello estaban obligados a cultivar huertas o “arriates”. Habría que indagar en qué momento de nuestra historia se perdió aquella sana costumbre, pues mis profesores directos e indirectos del Instituto Central “Vicente Cáceres”, eran herederos de aquella práctica cultural que sabían compartir de un modo o de otro. No tan al pie de la letra. Porque fueron formados en la lectura deleitosa, razón por la cual poseían una buena cultura general, entre ellos la profesora Amparo de Galindo; el profesor Manuel Paredes; el profesor Humberto Reyes; el profesor de matemáticas Fausto Medina; el profesor Humberto Zepeda Reina (más conocido como “el Amigo”); el profesor Santiago Muñoz y otros. Por aquellos días comenzamos a formarnos, académicamente, Pedro Morazán, Roberto Salinas Avery, Dionisio Guevara, Nancy Nelson, Mauricio Díaz Burdeth, otros muchachos inteligentes y el periférico autor de estos renglones.

Volviendo al hilo conductor del relato: La niña Leticia poesía aquella capacidad inalienable de soñar que recomendaba el científico y filósofo francés Gaston Bachelard, en sus varios libros de crítica y reflexiones literarias. El cuento de “La Cenicienta” la impresionó profundamente. Por eso cuando el profesor preguntó a cada uno de sus alumnos “¿qué quieren ser cuando sean grandes?”, Leticia se levantó “y con voz firme dijo: ¡Yo quiero ser doctora! Y una carcajada insolente se escuchó en el salón. Apenada, se deslizó en su banca invocando al hada madrina que no llegó”.

Cuenta el profesor que quince años después retornó al mismo lugar. En el autobús se topó con “una señorita vestida de blanco”. Ella lo reconoció y le dijo: “¡Usted es el maestro Víctor Manuel!… usted fue mi maestro! -me dijo- sorprendida y sonriente. El que podía encantar serpientes con las historias que contaba. Halagado contesté: Ese mero soy yo. -¿No me recuerda maestro?- preguntó, y continuó diciendo con la misma voz firme de otro tiempo -yo soy Leticia-… y soy doctora… se bajó en el cruce dejando, como “La Cenicienta”, la huella de sus zapatillas en el estribo del autobús… y a mí con mil preguntas. Todavía alcanzó a decirme: Trabajo en Parral… búsqueme en la clínica tal… y se fue”. El profesor Víctor Manuel continúa con su relato e informa que un día de tantos fue a buscar a la muchacha a la clínica aludida, pero ella se había marchado. La jefa de la clínica le expresó: “La doctora Leticia trabajaba aquí. Es muy humana y tiene amor por los pacientes, sobre todo con los más necesitados”. (…) “Pero ya no está con nosotros”, pues “La doctora Leticia solicitó una beca para especializarse y la ganó… ¡ahora está en Italia!” (…) Hoy “no quiero ser el maestro de Leticia. Ahora quiero aprender. Quiero que me enseñe cómo evoluciona una oruga hasta convertirse en ángel y, sobre todo, quiero descubrir cuál fue la varita mágica que la convirtió en la princesa del cuento”.

Este relato de Víctor Manuel Cruz Castañón, a quien nunca he conocido, es lindo y estremecedor. Demuestra que la buena lectura puede obrar milagros. Inclusive en los lugares más remotos de un país.

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