Una “bijouterie” allende el mar

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28 de marzo de 2024
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12:04 am
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Una “bijouterie” allende el mar

Por: Jorge Raffo*

Mientras que en 1789 en Europa sonaban los primeros disparos de la Revolución Francesa, al otro lado del océano, en Honduras y el Perú, nacía una industria semisuntuaria sumamente lucrativa que, a pesar de la distancia entre ambas posesiones de la Corona española, mostraban un factor de conexión común: los comerciantes genoveses. Compitiendo con la belleza de las joyas auténticas surgió desde principios del siglo XVIII la alternativa de las joyas de “bijouterie” que, mezclando patrones artísticos andinoperuanos con europeos -y más tarde, hondureños-, impusieron una tendencia que los mercaderes de la península itálica que navegaban por las costas del Pacífico de Latinoamérica aprovecharon prolijamente, al menos hasta que las guerras de independencia de inicios del siglo XIX cortasen casi completamente los lazos comerciales entre El Callao y Centroamérica.

La historia se inicia con los genoveses Alejandro Pelero, Antonio Bruno, Francisco Pino y Esteban Borro que circulaban como “mercaderes itinerantes” entre las ricas minas de los Andes Centrales peruanos. Cada uno actuaba individualmente y, aunque se conocían, prefirieron no asociarse. Por donde iban proveían de herramientas de trabajo y suministros mineros a todo aquel que se lo solicitase, atendían además a una clientela más exigente vendiendo partituras, instrumentos musicales y, clandestinamente, algunos libros de la Ilustración francesa. Los altibajos de la actividad minera -todos habían sido víctimas de salteadores al menos una vez durante sus recorridos- los llevó a interesarse en otros recursos de fácil transporte, de rápida colocación y pingües beneficios. Bruno llegó hasta los territorios ubicados entre Trujillo (Perú) y Piura donde radicaban los antiguos orfebres chimúes que, aunque repartidos en diversos corregimientos, seguían produciendo según técnicas ancestrales. Bruno descubrió que tan primorosas como las joyas de oro y playa lo eran las creadas con cobre y aleaciones. Tomando una cadena de oro que él mismo había confeccionado para regalar a una dama a la que pretendía por esposa, se la entregó a un artesano de nombre Yarlequé quien después de mirarla cuidadosamente, la reprodujo con idéntica apariencia, pero con menos peso y no era oro. Para Bruno fue el negocio de su vida, empezó a diseñar -o a copiar descaradamente joyas- que los chimúes replicaban añadiéndole, incluso, toques de su propia creatividad. Nacía una “bijouterie” mixta, “peruanizada”. Como dato anecdótico se sabe que la estirpe de los Yarlequé existe aún hoy en la ciudad de Catacaos (Piura).

Ventura y Próspero Ambrosini, tío y sobrino, ambos genoveses, fueron los comerciantes que llevaron estos productos a otras latitudes como Guayaquil, Quito y Panamá, es decir, hacia el mercado extra-virreinal mientras que sus compatriotas Antonio Picado -que había estado previamente en La Habana-, Juan Basetti, Juan Aburso y Francisco Genovés se encargaron de surtir a Lima y a las principales villas del territorio peruano. Hacia 1802, el italiano Antonio Dagnino se unía a la red de distribución y venta de “bijouterie” con una tienda o “cajón” en el puerto de El Callao. “Otra clase de comerciantes eran los ambulantes, quienes recorrían la ciudad con sus productos al hombro, anunciando sus mercaderías en zaguanes y patios o tomando sus sitios en plazuelas y atrios” (Patrucco, 2005) donde su dotación de “bijouterie” era infaltable y el vulgo les llamaba “mercachifles”. Gracias a ellos, se logró ampliar este mercado incorporando a la población nativa andina en las redes comerciales limeñas.

Patrucco (2005) señala que “el genovés José Cánepa, era conocido como el ‘Truquero de la Torrecilla’ por tener una casa de ‘trucos, bochas y pelota’ en la calle de la Torrecilla. Los trucos eran un juego que se jugaba sobre una mesa a manera de mesa de billar”, un sitio popular idóneo para la venta de “bijouterie” donde jóvenes galantes buscaban impresionar a sus damiselas.

El salto hacia el mercado hondureño se produce con Carlos Malagamba, “hombre de negocios genovés que creó su propia red comercial entre 1788 y 1794 uniendo Lima con Honduras para que sus productos llegasen finalmente a Génova a través de Cádiz. Dueño de la fragata “La Galga” (Lévano, 2019) cuyo nombre no pudo ser mejor elegido para describir la rapidez con que a Malagamba le gustaba actuar. Su nave efectuaba doce viajes por año transportando pasajeros y mercancías e innovando con políticas de fletes que fueron ‘revolucionarias’ para su época” (Raffo, 2023). Honduras producía por entonces joyería en hilos de plata o “filigrana” y sus diseños, vía el comercio con el Perú, pasaron a engrosar los moldes con que se hacía “bijouterie” en la tierra de los incas y es posible especular que esas piezas de arte cuasi suntuario terminasen formando parte de algún embarque hacia Europa donde serían admiradas y adquiridas.

Una temprana y sorprendente página de comercio dentro de territorios que estaban a punto de transformarse en repúblicas.

*Embajador del Perú en Guatemala.

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