Remembranzas navideñas

ZV/5 de January de 2020/12:03 a. m.

Por: Dagoberto Espinoza Murra

Sentados alrededor de la mesa del comedor, ya dispuestos a cenar con la comida preparada en casa; compartiendo espacios con hijos y nietos, uno de los menores, al escuchar fuertes petardos en las cercanías, preguntó: “abuelo y ¿cómo celebraban las navidades en el pueblo donde vos vivías?”. Esa interrogante me hizo retroceder siete décadas en mi línea existencial y, por suerte, pude rememorar varios eventos: en primer lugar, les dije a todos los presentes que crecí en municipios carentes de energía eléctrica, por lo tanto, nos alumbrábamos con pequeñas lámparas de gas y cuando salíamos a la calle usábamos focos de dos y tres baterías. En la casa no había agua de cañería. La única lámpara de gasolina, Coleman, la prestaba mi madre para iluminar la iglesia o el cabildo donde siempre se celebraba un baile y las parejas se hacían promesas para el siguiente año.

Como único ruido de la fi esta era el que se producía con silbatos en forma de palomas de barro y a lo sumo se escuchaba el silbido de dichos juguetes con que jugábamos los niños. En algunas casas, entre ellas la nuestra, se hacían pequeños nacimientos con perfumadas ramas de pino que se mandaban a traer a la aldea de San Nicolás del municipio de Morolica.

En la esquina de la casa, mi madre en compañía de su hermana menor Emma colocaban piezas de madera que luego tapizaban con musgos y, sobre estos, con mucho respeto colocaban la imagen del Niño Jesús rodeado por la Virgen María, su padre San José y algunos semovientes.

En mi casa se preparaban ricos nacatamales y torrejas para la media noche. Mi madre nos decía a mi hermano mayor, Randolfo, y a mi hermana menor, Yolanda, que podíamos invitar a dos de nuestros mejores amigos para que nos acompañaran al momento de degustar esos platos navideños. Cuando estamos todos reunidos llegaban dos rezadoras del pueblo, amigas de mi madre, a darnos una serie de explicaciones sobre el misterio de la Navidad y nos pedían a los que estábamos reunidos, sentados en bancas de madera, que procuráramos recordar y poner en práctica los mandamientos contenidos en el catecismo de nuestra iglesia. Mi padre, maestro autodidacto y que se hacía llamar “librepensador”, nos quedaba viendo con cierta curiosidad. Dando a entender que esperaba que las recomendaciones de las dos buenas mujeres las pusiéramos en práctica, tanto en la casa como en la escuela y en la calle.

Esos son algunos de los recuerdos que vienen a mi memoria y que a esta altura de la vida, siendo octogenario, contribuyeron en la formación de mi carácter.

En el pueblo, de calles empedradas lucíamos la mudada que habíamos estrenado el quince de septiembre y los zapatos, llamados “domingueros”, propios para la ocasión.

A esa edad nunca había escuchado cohetillos ni otros productos elaborados con pólvora.

Para nuestra sorpresa meses antes de esa Navidad llegó al pueblo un nuevo telegrafista, llamado Leonidas y, según decía, originario de Tatumbla. Leonidas se enamoró de “Tula”, muchacha hermosa y trabajadora en las labores de su casa y ahora me doy cuenta que lucía redondas caderas hasta donde le llegaba su negra cabellera y sus contorneadas pantorrillas, producto de sus largas caminatas diarias.

Leonidas de tez blanca de más alta estatura que los de su edad en su pueblo mantenía siempre una sonrisa que, al menor motivo se volvía carcajada, se hizo de muchos amigos en el pueblo. Sus contemporáneos lo trataban con confi anza y se bañaban en el río sin pantaloneta como era la costumbre en esos años.

Esa Navidad que estoy comentando por primera vez, escuché las ráfagas de cohetillos y fuertes petardos. Algunos de los mayores llegaron a creer que se trataba de una revolución como la que habían vivido en la década de los años veinte; pero luego se enteraron que era Leonidas el autor de esos ruidos extraños en el pueblo.

Los nietos me miraban con asombro y siguieron haciendo preguntas que les contesté a cada uno de manera clara.

Como se comprenderá, les dije, en esos pueblos por suerte no se presentan niños con quemaduras por artefactos de pólvora, como lo observamos en las ciudades grandes del país. Al día siguiente de las celebraciones es que abundan cohetillos y petardos (25 de diciembre y 1ro. de enero). El aire, en los pueblos no está contaminado por ese olor molesto que produce la pólvora y que causa, con frecuencia reacciones alérgicas de las vías respiratorias, especialmente en niños. Hay algo más: en los pueblos no es frecuente disparar armas de fuego al aire con la triste experiencia de que algunos de los proyectiles al descender velozmente causen la muerte a una persona que no ha tenido nada que ver con esas celebraciones.