Tiempos de distanciamiento

OM/3 de April de 2020/12:57 a.m.

Por Juan Ramón Martínez

En estos tiempos de aislamiento, he tratado de mantener la rutina. Paso los fines de semana escribiendo, leyendo un libro nuevo, haciendo fichas para citas futuras. El resto de los días, extraño el trabajo de la Academia Hondureña de la Lengua: las comunicaciones con los colegas de la RAE, los trabajos de investigación en curso, actualizando los diccionarios; y los problemas de la digitalización. Las conversaciones con Osman Zepeda, quejándonos de los auditores de Finanzas que, para negarnos los recursos que el gobierno está obligado, se inventan trámites, papeles y exigencias sacados de la manga, para palear su inútil soledad. O su necesidad por sentirse importantes, amargándonos la vida. También echo en falta las tareas que teníamos definidas para iniciar la conmemoración del Bicentenario de la Independencia –íbamos a hacer el lanzamiento del proyecto, como le gusta decir a Pacheco, asesor del ministro de Educación, en el mes de abril–, los diseños de las obras físicas para recordar la efemérides, la organización de los municipios para que fuese una celebración nacional, –desde abajo hasta arriba–, con la participación de todos. Siento alguna nostalgia por el café que, con algunos amigos –Marino Beriguete, embajador dominicano, Rubén Zepeda, Nery Gaitán, Issa Alvarado, María Vargas, Ricardo Flores, Jéssica Zamora y otros amigos– tomábamos, salpicados de anécdotas, informaciones dispersas y chismes circulantes. Y también, extraño las comidas en “Ni fu Ni Fa”, con Rodrigo Wong Arévalo, Armando Euceda, Pedro Saavedra, Edgardo Rodríguez, Nery Gaitán y otros. Lo más doloroso: la no publicación de “Anales Históricos” y “La Tribuna Cultural”.

Pero el silencio que nos rodea; el viento que sopla lento e indiferente y los automóviles estacionados, excepto los que visitan la contigua pulpería abierta, y que hace que muchos se detengan para hacer compras de emergencia, entre los que inevitablemente, destacan los policías que le dan seguridad al presidente de la Corte Suprema de Justicia que, aparentemente desayunan con una cola, acompañada con no sé qué cosas, invita a reflexiones inevitables.

Los hondureños hemos sido distantes. Nuestras formas de poblamiento son diferentes a otros países. Los pueblos están distanciados uno de otros. De forma que, durante años, lo que ocurría en un lugar, era desconocido por las comunidades vecinas. Solo, sobreviviendo en las narraciones de los arrieros que, abastecían a los cercanos comercios. A Olanchito arriando mulas llegaban puntualmente los paceños –los “judíos hondureños”, dijimos, sin pruebas– vendiendo al contado o al crédito. Y los “gitanos” que fueron visitándonos cada vez menos. Convirtiendo sus celebradas visitas en recuerdos muy lejanos. Y las anécdotas sobre sus transacciones estrafalarias, conservadas en ricas historias por los más resistentes a los olvidos.

Fuimos hasta hace poco, territorio despoblado. Por ello las guerras civiles, –en que unos mataban a los otros, “sin saber porqué”–, se libraban en un lugar y no afectaban las actividades de las poblaciones vecinas. Desde 1960, la población ha empezado a crecer; las ciudades volviéronse mercados caóticos y la vida un tremolino de ruidos; gritos de los cobradores de buses; megáfonos a todo volumen de los comerciantes para atraer los clientes: las filas para tomar los taxis colectivos y los buses “ejecutivos”, y las mujeres ofreciendo frutas y verduras, al lado de otras señoras tentando a los clientes con ropa usada, que no lo parece; aunque muestran su antigüedad y su tiempo de moda pasada. Las ciudades ahora son ruidosas colmenas, en donde las ofertas, los gritos y los saludos, se mezclan dándole a cada una de ellas, un estilo definido, un olor especial y un tono específico para ofertar en el que, los lingüistas, descubrimos palabras nuevas y cadencias específicas y diferenciadas.

Pero la pandemia, ha impuesto el silencio. Unos gallos que hace unos años, golpeaban las mañanas, se han vuelto silenciosos, vencidos por el calor de las fritangas. Y los pájaros que algunas veces visitaban los árboles del parque de enfrente, están en cuarentena. No importa. Tres semanas es suficiente para acostumbrarnos. Solo nos turba la falta de algún medicamento imprevisto o algo para completar la cena discreta que, cada quien hace en solitario, como cuando aún no se conocían las mesas. No a su alrededor, para mantener la distancia. Pasando de cercanos y fraternos, a mutuamente sospechosos. Sin negarnos el cariño que, sobrevivirá a esta crisis que vivimos. Seguro que sí.