Sociedades inclusivas y extractivas

ZV/22 de August de 2020/12:43 a.m.

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Daron Acemoglu y James A. Robinson escribieron el libro “Por qué fracasan los países” para explicar los orígenes de la prosperidad y la pobreza, y su relación con las políticas del Estado. El análisis es extraordinario, y como toda investigación académica norteamericana, la obra es ubérrima en detalles, estadísticas y factores posibles que explican el atraso y la riqueza cuando existen instituciones que las promueven, ya sea desde el punto de vista extractivo -como en el caso nuestro-, o de carácter inclusivo cuando estimulan la libre iniciativa y ponen frenos a los compadrazgos entre el Estado y los pequeños grupos de poder.

Como bien dicen Acemoglu y Robinson, el fracaso de los países pobres se debe, en mayor medida, a que cuentan con instituciones extractivas, es decir, que están diseñadas para extraer la riqueza de las mayorías para beneficiar a una minoría privilegiada; mientras las inclusivas, por el contrario, estimulan la generación de la riqueza, redistribuyendo el ingreso para fortalecer la seguridad ciudadana, a la vez que generan el ambiente para lograr la participación democrática de todos los sectores.

En buena parte del libro, pareciese que Acemoglu y Robinson hablan exclusivamente de Honduras y de su atraso institucional, sobre todo cuando comparan la evolución histórica de otros países con características muy similares a las nuestras. Aunque siempre es bueno recordar que cada nación tiene su particular recorrido histórico que lo sitúa en un determinado “ranking” -como dicen los taxonomistas del desarrollo-, existen ciertos distintivos “marca país” tan criollos como nuestras baleadas. La más simbólica: la corrupción estatal y las distorsiones que generan los mercados protegidos para grupos privilegiados. La corrupción desmoraliza a los ciudadanos quienes, al final de cuentas, dejan de creer en la efectividad de sus instituciones, mientras que los mercados cautivos terminan descorazonando a los emprendedores que han confiado en las leyes para competir en buena lid, pero que al final, se encuentran con una realidad muy diferente a los enunciados que dicta el Estado.

El problema es el mismo de siempre: el desarrollo sigue siendo un lugar ignoto situado a años-luz de distancia, y que, al parecer, jamás llegaremos. Hasta nos hemos conformado con la fatalidad de esa perversa idea. Pero la perpetuidad de ese fatalismo es un producto ideológico. Así lo reafirman los organismos mundiales cuando nos dicen que somos una nación “en vías de desarrollo” y que debemos esperar. Pero son ánimos de esperanza eterna, nada más. Creo que hasta hemos perdido el interés por llegar a ser una nación próspera y una sociedad con recursos disponibles para las mayorías. No me refiero a las regalías que acostumbran los gobiernos populistas, sino a las leyes efectivas que siembran la confianza para que los individuos se sientan con la libertad de hacer realidad sus ideales, sin las acostumbradas trabas impuestas por el sistema político y económico.

Y una buena manera de cambiar, no solamente la percepción de la ciudadanía, sino también su calidad de vida es que las élites que históricamente han gozado de los privilegios estatales comiencen a gestar las trasformaciones políticas y económicas necesarias, porque están obligadas a hacerlo. Porque, política y economía no pueden ir desligadas ni entre ellas ni con la verdadera realidad social del país. No es con préstamos que vamos a salir de la pobreza ni con las tradicionales medidas inflacionarias.

Mientras la realidad exige respuestas rápidas, sobre todo en este momento, la ciudadanía organizada -no la que se enfila con los privilegios estatales-, debe presionar para que nos convirtamos en eso que bien dicen Acemoglu y Robinson -y hasta los marxistas, con buen tino-, en una sociedad inclusiva que genera prosperidad para todos.