LEYENDO A MARGARIT, SOBRE POESÍA, POETAS Y OTRAS COSAS

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1 de noviembre de 2020
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12:12 am
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LEYENDO A MARGARIT, SOBRE POESÍA, POETAS Y OTRAS COSAS

Por: Juan Ramón Martínez

No soy tan buen lector de poesía, como quisiera. Por muchas razones. No porque no me guste. O porque no tenga ritmo, como dicen algunos de mis gratuitos adversarios, cuyo mérito mayor es tocar piezas rurales en apolillados violines. Reconozco, que no tengo buena memoria, y que no recito bien. Pero, posiblemente, la razón fundamental es porque exijo la redondez de la historia, el espacio para mis exigencias existenciales y alguna claridad de la ubicación dentro de ella del yo, del poeta. Para de ese modo sentir su cercanía existencial y humanidad que esta sirva como base al poema. Así como para la ubicación espacial y la presencia de la memoria, fundamentalmente para la humanización de lo vivido. Que me dé esperanza y fuerza para vivir, desde la historia y la palabra liberada, una vida renovada en la habilidad del trabajador de la expresión ordenada. Cuando es puro onanismo intelectual, vanidad desbordada y deseo de figuración personal, me causa mal gusto. O veo en el poema, simple panfleto para manipular y sacarme a la calle a dar gritos, bajo el fragor de sus sacudidas banderas. La “poesía”, la hago a un lado. No me gusta la palabra ruidosa; e intrascendente, que no dice nada. La que solo hace ruido. Es decir, porque puedo diferenciar, así de claro, poesía de poeta. Y cuando la poesía se usa para encumbrar el yo del poeta, falseando las cosas, en forma estrambótica, abandono la lectura. O cuando, solo hay palabras y palabras, sin una historia atrapada y cercada, como la que enseña un buen soneto. Por ello soy muy selectivo. Hay poetas que leo una vez. Todos sus versos y nunca jamás recuerdo ninguno. Y otros a los cuales, recurro con alguna frecuencia: Quevedo, Jiménez, Lorca, Vallejo, Darío, Barba Jacob, Molina, Gil de Biedna, Neruda, Paz, Pacheco, Guillén, Sosa, Quesada y Ramírez, entre otros.

Ahora, la entrega del Premio Cervantes, ha ocurrido mientras me encuentro en Barcelona. Y cuando me he enterado que, se lo han otorgado a Joan Magarit, al que conozco muy poco; pero con el cual me siento vinculado por circunstancias que no vienen al caso, he ido de librerías y me he comprado “Todos los Poemas (1975–2015)”, de editorial Austral y me he aventurado en las aguas tranquilas de su poesía, dándome de entrada, con lo que nunca creí encontrar: una explicación consistente a mis dudas, que él comparte y que resuelve, con una diferenciación docta de poesía y poeta, poema y residencia. Para darme de bruces con el sentimiento que, el poeta, al escribir los versos que celebro, pensó que algún día, desde el otro lado del Atlántico, un visitante que no habla catalán, vendría a visitarlo. Y hospedarse en la fraterna tranquilidad de sus versos. Resolviendo, adicionalmente, mis problemas existenciales sobre la cuestión. Y, además, justificando mis inconsciencias, preferencias, rechazos y también, mis adhesiones recurrentes. A las primeras, les da respuestas muy categóricas en versos donde nada hace falta y en las que el yo del poeta, incluso, es difuso; y no quiere mostrar sus virtudes; ni mucho menos, ocupar espacio alguno en el centro de la historia o en la orilla de la misma. No es que Margarit lo excluya; todo lo contrario. Lo quiere; pero auténticamente ubicado, y comprometido de alguna manera dentro de la historia. Por ejemplo, admirador de Neruda, en su poema Autopista, de su libro “Cálculo Estructural”, dice -citado por José Carlos Moiner- “ha escuchado en la radio la voz espesa y cadenciosa de Pablo Neruda y se pregunta por qué no escribió nunca de la tragedia de su hija Malva Marina: “Ególatra y patético, mi héroe/ llego a sentir alguna madrugada/ que amar no es escribir cantos de amor”(página 17, “Todos los Poemas” (1975–2015) confirmando mis iniciales sospechas: que hay una relación existencial entre la realidad, sus hechos y la vida del poeta. Y que, los versos son, más auténticos -desde la perspectiva del lector- cuando uno siente que el poeta ha dejado parte de su vida dentro del verso. O ha pensado en que nosotros, sus lectores, algún día entraremos a la puerta estrecha del verso, para acomodarnos y morirnos en su interior, alegremente felices. Porque no se puede ser buen poeta si se es, una mala persona. O se esconde, en la descripción externa, para que los electores no conozcamos su personalidad, sus miedos y sus fantasmas. Como tampoco, un buen constructor de viviendas, sin disciplina, profesionalismo, amor y respeto por quienes habitaran sus proyectos residenciales, puede hacer una obra física que provoque gusto de vivirla. Pensar lo contrario, es simplemente convertir al poeta en un artesano de la palabra, un malabarista circense, o un constructor de casas que nunca habitará, porque desprecia e ignora, a sus futuros residentes.

Magarit pierde a su hija. Se la lleva la muerte. En vez de un verso, escribe un libro para mostrar el itinerario del dolor, la ruta de las alegrías familiares y el mapa obscuro y manchado de la muerte. Pensando que, nosotros en algún momento, pasaremos por trances iguales, escribe pensando en los lectores como el buen arquitecto, piensa siempre en la humanidad del residente de su obra terminada. Margarit que es arquitecto, construye para otros. Como poeta, también escribe para nosotros, que habitaremos el verso, dejándonos siempre la presencia de sus señales fundamentales. Dice: “creíamos que un hada podría devolvernos/ a Joana, tranquila, la de siempre/ con sus confiados ojos centelleantes/ A las once, mirábamos/ las gotas de lluvia en el cristal/ como si resbalaran por la noche. / La noche era una hoja de guadaña” (Joana, Ediciones Hiperion, Madrid 2002). Pero no la deja sola en brazos de la muerte. Desde su vida, le dice en “Canción de Cuna”, “Duerme Joana, duerme/ Y a poder ser no olvides/ tus sueños en el nido/ que dentro de nosotros has dejado/ Envejecer será también guardar/ los colores que un día brillaron en tus ojos/Duerme Joana. Esta es nuestra casa, y todo lo ilumina tu sonrisa”. (Joana, obra citada).

Arquitecto de profesión, Magarit construye los versos suyos, como si se tratara de un edificio, en que las bases y el conjunto, tienen un techo y un espacio iluminado, por donde le entra la luz y la vida de sus habitantes. Son versos, como decíamos líneas atrás, para ser habitados. Por eso adentro de ellos, viven personas, con sus miedos, sus sueños, sus infortunios y sus dolores. Pero también sus alegrías y sus chispazos de felicidad. Y moviéndose entre las cosas comunes: una silla, la cama dura, el jergón para dormir, los cristales golpeados por la nieve y el tocadiscos que dice “Que mi padre no dejaba/ que nadie más lo usase/ Volvía poner siempre el mismo disco:/ parecía intentar, desesperadamente,/ saber porque/ escuchándolo, llegaba a alguna parte… (El Tocadiscos, en Se pierde la señal, Ediciones Proa, Barcelona, 2012).

Pero aclara que, inevitablemente los residentes de los versos construidos, tienen un techo en donde el poeta coloca, en un remate genial, lo que, a la distancia, parece una moraleja; pero en realidad es el cierre, el remache de la obra completa, en donde nada falta y nada sobra, porque los escombros han sido eliminados y la luz entra natural y confiada por las ventanas. Como lo anticipó, en la indiferente y fría mesa de dibujo del arquitecto-poeta. En que los que los dibujo, los construyo, pensando en los otros –los habitantes de sus versos– no como los arquitectos que diseñan casas y edificios, para ellos, como si fuesen suyos, imponiéndonos sus gustos, sus manías y sus defectos, disfrazados de genialidades. Y no, para los que residirán en ellos. Porque los edificios no son de los arquitectos, como los versos, tampoco son de los poetas. Esa es la causa por la que encuentro que Margarit sin conocerme, ha pensado en mí. Y que, algún día, llegaré al edificio de sus versos y con la llave escondida en la macetera, entraré por la puerta iluminada, para sentir que he regresado a casa, a mi casa, la casa de los versos escritos para todos. Por el poeta que escribe para que los otros, puedan encontrar en las islas de la felicidad, una residencia cómoda, fraterna y tranquila, en el olor de sus emociones, y en la vida tranquila y redonda, que rodea todo su edificio narrativo.

Devoro, en varios días frenéticos, -en un apartamento solitario de la Barcelona en donde la familia que habita está trabajando y quedo solo-, toda su obra. Subrayo, marco y escribo palabras sueltas, íngrimas que me provoca la melodía sonora de sus edificios poemas. Convencido que, por primera vez, encuentro en la poesía, en la palabra y el poeta, la narración melódica, la historia de puertas atrancadas y ventanas donde la luz y el espacio abierto, son cómplices inevitables. Una estación para reposar el alma solitaria del escritor que busca respuestas, sonidos y cadencias, la almohada para descansar la cabeza. Seguro que se ha empinado sobre mi frágil historia, sino que está a mi lado tras los cristales humedecidos por el viento frío, que sopla desde los árboles indiferentes. Diciéndome que esa es la poesía. En que la palabra y la vida vaporosa del poeta, se hacen uno, para derrotar la soledad del lector y para hacerlo sentir más fuerte, en la medida en que la compañía suya, le da sentido y fuerza a la vida del lector. Salgo al balcón, donde la brisa y la humedad me enseñan que, cuando el poema y el autor están juntos, le hacen sentir al lector, que la poesía, nos hace más feliz y segura la vida. Tanto por lo que dice ella, como por la fraterna compañía del poeta que se hace, en la palabra dominada, el hermano fraterno, el amigo completo y el ser humano que, más que la palabra –cemento y piedra del poema– lo que le interesa es la existencia plena del lector feliz de haberse encontrado con ella. Al final, me vence el frío. Cierro la puerta corrediza del balcón. Sonrío porque he descubierto que en la poesía de Margarit, tengo la prueba por la que me entero que, nunca debo escribir versos. Y hago, riéndome, una lista de amigos hondureños, que debieron haber entendido esto mucho antes que yo. Y nunca debieron escribirlos. Estoy feliz. Una pesada carga me he quitado de encima.

Barcelona, noviembre del 2019

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