Cuento: LA ABEJA, NO DEBE VOLAR; PERO VUELA

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25 de abril de 2021
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12:10 am
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Cuento: LA ABEJA, NO DEBE VOLAR; PERO VUELA

Por: Juan Ramón Martínez

Era la tertulia más famosa de Rutenia. Su sede, el bar La Sevillana, número 178, entre Hernández y Lee Cristmas. En ella se reunían, inevitablemente, después de las cinco de la tarde, Carlos Bueso, Roger Carballo, Francisco Valle, Miguel Rodríguez y Espiririon Orozco, el más ocurrente y que, siempre, hablaba en tercera persona. Los temas inevitables: la existencia de Dios, la ética de Spinoza, Borges y el tiempo, las burbujas del origen del sistema solar, la condición de Jesucristo, el gobierno de Stroesner y por supuesto, las competencias entre el Cagliari y el Nápoles. Unos iban en favor de David Suazo y otros de “la mano de Dios” de Maradona. Las discusiones eran fuertes y en alta voz. Los visitantes que llegaban a Rutenia, ciudad costera de Sulaco, se sorprendían, cuando al pasar hacia la iglesia de la virgen del Pilar de los Suspiros, oían las voces altisonantes, los improperios e incluso, las groserías. Pero todo. volvía a la calma, cuando pasaba, a las 6:15, rumbo a su casa de bahareque, Flor Alicia, “la niña más bella que ojos han visto”, “si tuviera cincuenta años menos no te dejaría dormir”; “nunca nadie te abrazo como lo habría hecho Orozco; pero hace treinta años”. El que, además, ponía la nota final diciendo, “a Orozco no, se le habría escapado esta joya de sus brazos, y su viril impaciencia. Jamás”. Ella, grácil y pudorosa, púber indiscutible, se tornaba seria, aunque en su interior, repetía, con alegría, “viejos verdes”, “hombres inútiles”, “lo único que pueden es hablar”. Excepto el día que, caminando en dirección contraria escucho, “que, aunque Orozco no entiende todo, es igual a la abeja que, por sus formas no debe volar; pero vuela”. La impresionó. Supo que lo imposible era posible. Y que, aunque por caminos equivocados, podía llegar al lugar correcto.

Cumplidos los 18 años y a punto de graduarse en el Liceo Morazán, del barrio Candilejas, el hermano de su madre, Carlos Díaz, aprovechando su ausencia, con una pistola en la mano, la violo salvajemente. No gritó. Tampoco lloró. Y no dijo nada. Su rebeldía se redujo a no dejarse besar por el tío irrespetuoso y jurar que, algún día, pagaría la ofensa. “Y con intereses, recordó siempre, las palabras de Orozco que decía que, las venganzas eran mejores, frías, con intereses”. Por ello, un mes después, cuando escuchó el rumor de la caravana de emigrantes hacia Estados Unidos, no vaciló. Recordó la historia de la abeja y derrotó los imposibles imaginarios. Pensó que Orozco tenía razón, para vengarse de Carlos Díaz, tenía que alejarse, curar las heridas. Recogió, en la noche anterior, unas pocas prendas, contó los ahorros que había aculado en el último año y sonrió al recordar que, gracias al empleo temporal en las maquilas, tenía 324 dólares. “Suficientes para llegar”. A la 1 de la mañana, se agregó a la caravana de ilegales.

El viaje fue duro. Pactó con el “coyote”: el pago, “una vez al otro lado”. Y fue dejando parte de sus ahorros y lo que le sobraba de orgullo, en manos de policías corruptos que, además, del dinero la violaron en Tapachula, en Tamaulipas, en Piedras Negras y en Laredo, el de México y al final, uno de los guardias gringos, que llevaba el apellido de Gonzales en la chapa que colgaba del pecho, recordaba Flor Alicia, con asco inevitable. Las palabras de Orozco le dieron fuerza para pasar. Al final, se instaló en Harris y finalmente en Ciudad Victoria. Aquí, una familia de viejos sin hijos, solo con un perro que comía mejor que todos los “rutenios”, le dio albergue, protección y le ayudaron a regular su situación migratoria. Aprendió inglés y empezó a estudiar computación. Cuando ellos murieron, le dejaron en herencia, la casa y el perro que, viejo y triste, tres días después enterró en el patio trasero. Un día, en el supermercado conoció a un gringo bueno, exseminarista jesuita –lo supo después– que le sonrió y le invitó a salir. Se citaron en varios lugares y ella, le propuso que vivieran juntos en su casa, que lo mejor que tenía, además del espacio, es que estaba a pocas cuadras en donde Comarck Fortis, había cursado sus estudios sacerdotales, frustrado porque al final, descubrieron que, pese a su santa piedad, el amor por los pobres y su fe en Jesucristo, carecía de obediencia sacerdotal. Le rompió la vida. Hasta que encontró en Flor Alicia Canales, una latina orgullosa, trabajadora y soñadora que, siempre repetía, dándose animo que, “la abeja no debía volar y sin embargo, lo hacía, de flor en flor”. Por eso, te pusieron Flor le dijo Comarck Fortis. “No, fue por otra cosa que algún día te contare”. Y sonrió mostrando sus blancos dientes alineados, su nariz respingona y sus labios apetitosos. Comarck, hombre bueno, era suave, educado que, nunca le hizo el amor sin discutir primero si estaba de acuerdo. Nunca avanzaron en la adopción de posturas, sino previa discusión en la que determinaron las reglas. Era una relación muy ordenada que hacía que el amor, fuera sexualmente rutinario; pero rico en diálogos que ella, inteligentemente fue asimilando. Sabía que algún día Comarck, le ayudaría a cumplir su venganza. El sueño de una vida mejor lo había logrado. Su familia en Rutenia, mejoró la casa, les envió todos los artefactos eléctricos modernos y dinero suficiente para que sus hermanos estudiaran. El día que le enviaron la fotografía en que el último de sus cuatro hermanos se había graduado de médico, creyó que era el momento de empezar a pensar en la venganza. Para entonces Comarck, era el jefe de programas de rehabilitación de pandillas de la ciudad de Victoria, integradas por mexicanos, salvadoreños y hondureños. Un día conoció a Pedro Romero, salvadoreño, fuerte, duro y de mirada firme, en el cual descubrió lo que andaba buscando. Siempre que Comarck lo invitaba, ella lo rodeaba de atenciones y conversaban sobre Sonsonate, el Puerto del Triunfo y un día, se atrevió a preguntarle que, cuantas personas había matado antes de rehabilitarse. Muchas, no le podría decir el número doña Flor.

Un día, en la mañana, sonó el timbre del teléfono. Ella tomó el audífono y dijo hola. Soy tu tío Carlos Díaz, ¿cómo esta querida sobrina? Muy bien respondió Flor Alicia, conteniendo los rencores acumulados, los recuerdos adoloridos y las ofensas condensadas, sangrantes en su memoria. Hablaron normalmente. De los familiares y al final, Carlos Díaz le dijo “quiero irme para allá, aquí no se puede vivir, no hay trabajo y, además, un viejo como yo, hasta la mujer y los hijos me han abandonado”. “Quiero que me ayudes a pasar la frontera”. “Con gusto”. “Cuando quiere venirse”. Lo más pronto. “Tío; tiene que ser dentro de un mes”. “Gracias sobrina, sabía que no me fallarías”.

El plan fue sencillo. Tendría que entrar por McAllen. Allí lo esperaría Pedro Romero y le llevaría hasta cerca de Houston. Y de allí hasta Victoria. Es cosa de un par de horas. Yo iré con Comarck, por usted tío. Carlos Díaz, se despidió de sus amigos. Los reunió en el bar La Sevillana. Desde las tres pm, bebieron cervezas, hablaron del futuro y les contó que viajaría en avión a México, “no por tierra como los pobres”. Y cuando se inició, tertulia, se agregó Orozco, que le dijo “así es que te vas”, sí le respondió, “necesito otros aires, este pueblo es muy pequeño para mí”. “Tenés razón, Orozco hizo lo mismo, donde uno nace, nunca triunfa”. “No olvides nunca como dice Orozco, que todo es posible, hasta la abeja que no debía volar, vuela, con facilidad”.

Una semana después, en el puente número cinco, lo esperaba, un hombre, con gorra roja con una leyenda “América, grande otra vez”. Apenas le dio la mano. Pero le abrió la puerta del pasajero donde se subió, “póngase el cinturón don Carlos”. Arrancó y durante horas, no vio sino la misma vegetación. Debe ser aburrido vivir aquí. Se acostumbra. Dormitó un poco. Se detuvieron en un McDonald para “comer algo”. Todo es bueno aquí. Si dijo Romero. Tres horas después, hombres armados los detuvieron, les robaron lo que llevaban, los amarraron con cáñamos, los dejaron tirados en la tierra seca. Romero, escapó y lo dejó solo. Desorientado, le dio la espalda al sol y empezó a caminar dentro del desierto. Cinco días después, exhausto perdió el conocimiento. En Rutenia, publicó El Nacional, que había muerto de sed. Sus familiares, pedían a sus parientes en Estados Unidos, que hicieran gestiones para repatriar sus restos. Flor Alicia Canales, hizo gestiones en la migra, Comarck Fortis animó a los grupos católicos para buscar sus restos. Nunca dieron con ellos.

Un mes después, Pedro Romero llegó a la casa de los Fortis. Flor Alicia lo atendió como nunca antes. Se reía por cualquier cosa y le pedía contar, como había logrado sobrevivir en el desierto y cuáles fueron las últimas palabras del ajusticiado. El fantaseo e inventó diálogos, sobre como la recordaba y le agradecía por haberle pagado el pasaje. Ella le entregó un sobre con veinte mil dólares, “para que inicies un nuevo negocio, tienes derecho a ser feliz”. “No olvides Pedro que, la abeja, aunque no está diseñada para volar, lo hace bien”. Comarck Fortis, sonrió. Se sintió muy bien, ante la felicidad de su mujer. Ese día, los visitó por última vez, Pedro Romero. Del cual, nunca supieron nada más. Esa noche, hicieron el amor con plena libertad. Sin discusiones. Como amantes rejuvenecidos.

Tegucigalpa, 28 de febrero del 2021

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