Dagoberto Espinoza Murra

MA
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25 de mayo de 2021
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12:43 am
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Dagoberto Espinoza Murra

Juan Ramón Martínez

Aunque estaba consciente de su estado de salud, no esperaba que el final de su vida, ocurriera tan pronto. La noticia me la dio Marco Tulio Medina, discípulo, amigo y médico en la atención de sus episodios cerebrales. Su muerte me estremeció, porque, aunque no cultivamos una amistad durante mucho tiempo, -en vista que nuestros caminos solo al final convergieron-, tuvo una profunda calidad, basada en la madurez de cada uno y la profundidad de nuestras conversaciones. Respeté mucho sus posiciones políticas. Incluso, cuando en una oportunidad publicó una interpretación psiquiátrica sobre mi postura frente a Zelaya Rosales, con la que no estaba de acuerdo, sirvió para que nos riéramos ambos y celebráramos el desacuerdo. Porque si hay una cosa que caracterizó la vida del fallecido, fue la moderación de sus juicios, la aceptación de las diferencias, y la comprensión frente a posturas controvertidas. Siempre tendré presente que, ya siendo compañeros en la Academia Hondureña de la Lengua, me repetía siempre que tenía una enorme capacidad para trasmitir entusiasmo a los demás. Y que, no buscaba discípulos; ni tampoco estaba interesado en adoraciones propias de los ególatras inmaduros, sino que animar a los otros a la acción, a la aceptación de las dificultades. Y a la lucha, para cambiar las cosas.

En el tiempo en que fuimos compañeros en la AHL, le visité varias veces en su casa. Donde me permitió compartir los espacios en que elaboraba sus escritos y manejaba sus tesoros, los libros de su especialidad y de cultura general. Recuerdo la discusión que tuvimos sobre Carlos M. Gálvez, quien le conté, “fue mi maestro en la Escuela Superior del Profesorado”, y que me sorprendía que se le reconociera como un gran humanista, sin conocer un libro suyo. Me explicó que, su obra todavía estaba dispersa. Alguien debe recogerla y publicarla. Que debía, leer con atención las varias polémicas que Gálvez había mantenido en las páginas de El Día, con varios de sus contemporáneos. Desafortunadamente, su enfermedad y la muerte de su querida esposa, impidieron que pudiéramos continuar el diálogo que, algunos tendrán que continuar.

Espinoza Mourra, era un hombre culto. Un verdadero humanista para el cual, como corresponde en un hombre de su envergadura, no había una clara frontera entre ciencia y humanidades. Compartía conmigo que la ciencia sin una base filosófica, histórica y sociológica, era un simple ejercicio material que producía logros muy mezquinos. Solo para tapar agujeros; pero no dar soluciones y respuestas a los grandes dilemas de la existencia. Por ello, aún cuando estaba en la medianía de su primera recuperación, me pidió participar en la presentación de “Yo, el Supremo” de Roa Bastos, misma que hicimos en la UPNFM. Tenía dudas si ello, comprometería su proceso de recuperación. Pero después de consultar con colegas y cercanos amigos suyos, me explicaron que el ejercicio oral, que le obligaría la presentación, le motivaría mucho. El día que hicimos la presentación leyó un valioso trabajo en que aplicó las tesis de la psicología sobre el comportamiento de los humanos en el ejercicio del poder. Solo vaciló en un momento, cuando no encontraba la página que seguía, cosa que al final logró, concluyendo con una disertación ejemplar sobre la enfermedad del poder que, todos, en algún momento debemos leer y apreciar. Porque -aunque algunos muchachos solo entendieron la dinámica del poder político y no las otras expresiones de esta forma de comportamiento- Espinoza nos enseñó que, incluso, algunos intelectuales, pedagogos y otros, enfrentamos iguales dificultades que los gobernantes, porque, al fin y al cabo, el poder -pensé en Adler mientras lo escuchaba- es una enfermedad que, afecta a todos, y que es visible en todos los grupos a los que pertenecemos.

En las sesiones de la AHL conversamos mucho. Le gustaba hacerlo. Recuerdo algunos temas recurrentes: quién había sido mejor gobernante, ¿Gálvez o Villeda Morales? Y su insistencia para convencerme de su capacidad predictiva. En el último proceso electoral, después de varios ejemplos exitosos de sus aciertos, anticipó que ganaría Nasralla. No contaba con los “votos rurales”, me confió después, reconociendo que se había equivocado.
Frente a su ausencia, mi respeto por su alta calidad humana, su vocación de servicio y su capacidad para hacer sentir bien a sus amigos, sin obligarnos a encenderle velas laudatorias a su alrededor.

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