CUENTO HONDUREÑO: ¡BUENA SUERTE PESCADORES!

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12 de septiembre de 2021
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12:33 am
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CUENTO HONDUREÑO: ¡BUENA SUERTE PESCADORES!

Por: Mario Hernández Kellner.

El último domingo de mayo el licenciado Domínguez salió temprano de su casa, bajó sin prisa por el estrecho camino de la colina y pasó enfrente de los portones y muros altos de sus vecinos, que ocultaban las casas y albercas. A las seis de la mañana el vecindario estaba en silencio y los perros cansados de la vigilancia de la noche dormían plácidamente. El licenciado llevaba una bolsa abultada bajo su brazo y disimulaba que no pesaba, pero a ratos la cambiaba de mano tratando de no insinuar sospecha alguna. El ala del saco ayudada a cubrir la bolsa de papel manila. Su traje era a rayas negras cuadriculadas con fondo café; iba con pantalón negro. No quiso usar sombrero porque sabía que el aire del mar se lo arrebataría cuando echara a andar el cayuco movido por motor fuera de borda. El domingo lo ocupaba para trabajar a escondidas por su partido y su mujer lo sabía. Antes de despedirlo en la puerta ella le había dicho casi llorando que no fuera, que sus correligionarios podían ir sin su compañía, y para acorralarlo le mencionó al final que él prefería sin sentido un día de sol y sed a estar tumbado en el sofá como lo hace todo esposo el domingo. Su esposa era pálida y acababa de cumplir los sesenta años. Quedó viendo a su marido que caminaba con dificultad por las piedras de la vereda. Pensó que era un anciano idealista. Por detrás de la puerta de tela metálica que cerró con pasador, le grito: Estas muy viejo para eso. Las palabras de la mujer no habían sido en vano, y por tres ocasiones con esta, su corazón comenzó a desgarrarse al ver la aflicción de su mujer que se derrumbaba cada vez que lo despedía. El licenciado comprendió cuan fuerte y poderosa era su determinación de echar a andar los planes de su partido que llevaba casi la década proscrito. La dictadura era implacable a la apertura política y sometía sin contemplaciones a los miembros de la oposición, que cada día parecía crecer más. El licenciado tenía la seguridad que bien valía el riesgo su participación en la labor de concientizar y formar cuadros políticos para despojar del poder al dictador. El profesional del Derecho tenía su bufete cerca del matadero municipal, en el único lugar que encontró al alcance de pagar la renta. En su despacho se escuchaban los bramidos de las bestias. Sobrevivía llevando los casos que los abogados del régimen no querían por su escaso precio o importancia; su sala de espera era ocupada por gente pobre. Varias veces empeñó el reloj de oro heredado de su padre por una cantidad que solo el hambre permite aceptar. Hacía años que superó la tentación de irse en algún barco noruego o danés, donde ganaría en una semana lo que recibía aquí en seis meses. Sin embargo, pensaba que no podría dormir así con su conciencia tranquila, sabiendo que esbirros, lisonjeros y maestros de la intriga vivieran de parásitos de su patria. Irse del país era demostrarles que ellos se salían con la suya.

El licenciado llegó al muelle una hora después de salir de su casa, no porque era larga la distancia, sino porque caminó en varias direcciones, asegurándose que nadie lo siguiera. Sus tres compañeros lo esperaban. Saludó a Medardo al tiempo que se apoyó en su hombro y abordó la embarcación ocupada por ellos. Medardo era un muchacho indio venido del interior del país, que conoció a los negros hasta los dieciocho años, cuando se bajó del polvoriento bus al llegar al puerto; las abuelas de su pueblo les hablaban a los niños de unos hombres como el carbón que vivían en la costa del Caribe y que no podían ser otra cosa que hijos del Diablo. Con esas ideas Medardo los evitaba, pero luego los llegó a tener como compañeros de trabajo y vecinos en las casuchas de los mueleros. Fue tanta la confianza con algunos de ellos que llegó a sus fiestas familiares, hasta quedarse con una amante negra que lo atrapó con la magia rítmica de sus caderas. Dentro del cayuco el licenciado tomó asiento cerca de la proa. Medardo se ubicó en medio de la canoa, y atrás de él, Chepito con las cuerdas de pescar. Las llevaban para hacer creer a cualquier policía que iban de pesca. Maniobrando el motor iba Daniel, el cajero de uno de los dos bancos de la ciudad.
-Licenciado Domínguez- dijo Chepito con tono firme -Estamos listos para zarpar.

El licenciado estaba sereno, con la bolsa al lado del asiento; apartó la vista de la balandra perteneciente a la guardia costera y miró a cada uno de sus amigos. El rubicundo Daniel estaba de espaldas, esperando la orden. El licenciado quedó viendo la ancha espalda y brazos fornidos de Daniel, que en nada correspondían al estereotipo del banquero enclenque.

-Bueno, una vez más repito lo mismo, mm -se aclaró la voz el licenciado -Este es un viaje de pesca por si nos interceptan.

Daniel encendió el motor halando con habilidad el cáñamo; al momento escapo una cortina de humo gris a medida que tosía la máquina, hasta que se escuchó el ruido uniforme de su mecanismo. Poco a poco se apartaron del muelle y avanzaron adentrándose en la bahía con la intención de cruzarla. Al otro lado lo esperaban los de su partido, ansiosos de organizarse y de leer el boletín mensual que el licenciado recibía de la capital del país, y que llevaba en la bolsa de papel. El grupo al llegar se estuvo todo el día impartiendo instrucciones y a las cinco de la tarde dispusieron retornar. Todas las hojas de propaganda fueron repartidas y venían contentos por la solidaridad encontrada. A bordo de la embarcación Medardo aprovechando el buen ánimo sugirió lo siguiente: — Creo que debemos de ir allá todos los fines de semana.

La canoa siguió avanzando, mientras partía olas. Chepito, un maestro expulsado del colegio por arengar a sus alumnos sobre la realidad política, valoró el comentario de Medardo y dijo: -Eso sería un error de estrategia. Debemos evitar lo más posible regresar a menudo. Estos encuentros deben más bien parecer como completamente casuales.

El licenciado intervino, dándose su lugar como el cabecilla del grupo: -Por hoy ha sido suficiente, les hemos dejado bastante material para que puedan valerse sin nosotros por algún tiempo. Los felicito por su trabajo.

La bahía era grande, más de lo que se veía desde el muelle. El cayuco necesitaba casi la hora para cruzarla. El licenciado tenía la cara arrugada y unos ojos pequeños, vivaces; su nariz fina y bien perfilada le daba el aspecto de dios griego. Se sentía cansado y pensó que su mujer tenía razón. Él era muy viejo para andar saltando sobre las olas.

Ya para llegar al muelle los cuatro hombres vieron en el a dos soldados que los escudriñaban y blandían sus cachiporras, dándose golpecitos en sus manos. Los gendarmes aparecieron cuando el grupo estaba a unos quince metros para llegar. El grupo tuvo tiempo de dar la vuelta e irse, pero eso sería la prueba inconfundible de que algo andaba mal y los podrían alcanzar con la embarcación de la guardia. El licenciado les recordó a sus amigos que conservaran la calma y que llegaran al muelle. Así lo hicieron. Los soldados los dejaron que amarraran a las bitas del muelle, pero no les permitieron desembarcar. Les dieron órdenes de dejar la canoa separada del muelle por tres o cuatro metros, y que echaran el ancla al mar. El licenciado exigió una explicación. Invocó el derecho a las libertas de locomoción y demás garantías constitucionales. Los soldados no se dieron por aludidos. Uno de ellos vestía de civil pero llevaba la gorra del uniforme, y tenía el rifle colgado en la espalda. Ambos tenían aspecto vulgar.

—Nosotros no entendemos de esas cosas licenciado. Dígaselas a mi comandante.

Era claro que la autoridad sabía esta vez del motivo del viaje y que estaban detenidos. Los cuatro comentaron en voz baja que lo peor era que no había nadie por ese sitio que se diera cuenta de lo que les sucedía; los podrían matar y luego decir que habían desaparecido en un infortunado viaje de pesca. El licenciado trató de hacer entrar en razón a los representantes de la autoridad: -Esta bien, quiero hablar con su comandante.

Un soldado fingiendo no oír, le dijo que repitiera. El licenciado lo hizo, y el soldado se rió:

— ¿Qué día cree que es hoy licenciado? Mi comandante anda en su hacienda. Hasta mañana lunes estará en su despacho.

—Quiero hablar con el segundo de él -dijo casi muerto de rabia.

El soldado se sentó en su taburete. El otro caminó a lo largo del muelle silbando una canción mexicana con la vista en el horizonte.

— Para estos casos, licenciado, solo se puede hablar con mi comandante.

Por un momento reinó un silencio total. El cayuco se movía sobre la cresta de las olas y la brisa marina jugueteaba con unos papeles sobre el muelle. Los hombres reprimían su enojo, sabiendo que no podían escapar al alcance de los rifles.

Al paso de los minutos siguieron las horas, hasta que llegó la noche. Las luces se encendieron en el alumbrado público del puerto. El muelle quedó iluminado por los faroles de las bodegas y su haz luminoso llegó a la embarcación por un camino de plata sobre las aguas. La nave se mecía en un mar cada vez más encrespado. Para entonces el grupo se había resignado a la realidad y trataban de hacer amena la ocasión. Pero por más que lo intentaban, ya era la hora de la cena y de los zancudos. Los insectos aparecieron uno por uno, hasta que los cubrieron en una incesante nube de pinchazos. Por más que se cubrían los zancudos lograban meterse por debajo del pantalón, picar la cara y penetrar la tela de la camisa. Fueron horas de angustia que de prolongarse, bien se hubieran vuelto locos. Una brisa fresca los libró de esa plaga, pero trajo gotas de agua fría. Comenzó a llover con fuerza a la medianoche y no paró hasta después de la salida del sol. Por la mañana la lluvia continuó por ratos. Los soldados los vigilaron desde alero de las bodegas, y al día siguiente había otros soldados que relevaron a los anteriores. Medardo y Chepito se marearon en las aguas embravecidas. Los cuatro vivieron una noche eterna.

A las diez de la mañana del lunes apareció el comandante en el muelle rodeado de guardaespaldas. Se cubrían con capotes militares. Las bodegas estaban abiertas y los obreros hacían su trabajo; la carga era llevada de un lado a otro. Un barco coreano comenzó a cargar madera. El cayuco del licenciado pasaba inadvertido entre la agitación de la mañana. Unos negros, amigos de Medardo, le gritaron al pasar si habían pescado algo. El muchacho incapaz de responderles por el mareo, siguió con la cara verde, acurrucado. El comandante llegó al borde del muelle y se paró enfrente del cayuco. Se sentía feliz de ver a los enemigos de la dictadura inmersos en la impotencia; por mucho tiempo le siguió los pasos al licenciado hasta que ese día lo miraba por fin atrapado. Disfrutó de ese mórbido placer, mirando al grupo con hondo desprecio.

—Señores- dijo con tranquilidad, en un acto bien ensayado— les presento mis disculpas por las posibles molestias de mis subalternos. No me di cuenta de su situación hasta hace media hora. Por un error fueron confundidos con ladrones de nasas.

El licenciado y sus hombres sabían que mentía.

El comandante continuó:

— No obstante, espero que su pesca haya sido afortunada. Tengan buenos días.

Dicho lo anterior ordenó soltar la canoa, que siguió subiendo y bajando en el mar agitado. El comandante inició su regreso al carro que lo esperaba a media cuadra y comenzó a llover. Llevaba botas lustrosas, el aroma de su perfume flotaba en la fetidez del muelle. El licenciado se paró con mucho esfuerzo, ayudado por Chepito que le sostuvo el brazo izquierdo. Vio caminar al militar, cuando se terminó de incorporar. Le fue difícil mantener el equilibrio en una embarcación inestable. Tenía una barba incipiente y el desvelo se le notaba claramente. Además estaba ensopado de pies a cabeza, y tenía un hambre que le taladraba el vientre. La lluvia le caía en los ojos. Con la camisa desbotonada gritó lo más fuerte que pudo señalando al comandante:

— ¡Hijo de puta!

Esperó con valentía la reacción, sabiendo que en cualquier momento le podrían descargar en su pecho el plomo de sus armas. Las palabras se esparcieron a lo largo del muelle. El comandante las escuchó sin inmutarse. Entró al carro y cerró la puerta con naturalidad. Hizo esfuerzos para tranquilizar su enojo, tragándose la desazón. Permaneció callado sudando la ira; mientras tanto su chofer, con las manos sobre el volante, aguardaba el desenlace. Conocía el carácter explosivo de su jefe. El comandante quedó contemplando por varios minutos como el vidrio delantero escurría a chorros. El aguacero arreciaba. Un sargento esperaba de pie, en medio de la lluvia, la orden para castigar al irrespetuoso, pero fue ignorado. El jefe comprendió que flagelar a un anciano respetado ante los ojos de los mueleros sería una acción impopular. Así que moviendo su cabeza hacia arriba, indicó al conductor que arrancara, alejándose el vehículo entre los charcos.

Al comandante le urgía telegrafiar al dictador para informarle sobre este golpe a la oposición. Su recompensa sería otros cuatro años en la Comandancia del puerto, no tanto para defender al gobierno sino para seguir sobornando a los contrabandistas de whisky. Ese era el mejor negocio de su vida.

FIN.———–

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