El asalto de las ratas

OM
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16 de abril de 2020
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12:48 am
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El asalto de las ratas

Estelas del saqueo en las Ruinas de Copán

Por Óscar Armando Valladares

Cuatro de enero, 1960. Sesenta años han corrido de la muerte -por accidente vehicular- del escritor Albert Camus. Final, si se quiere, absurdo de quien, con tres de sus obras: El extranjero, El mito de Sísifo y El malentendido, pudo culminar lo que llamó “el ciclo de lo absurdo”, término con el cual identificaba “la indiferencia al futuro y la pasión de agotar todo lo dado”.

Venido al mundo en Argelia (cuando este territorio norteafricano lo tutelaba Francia), su niñez y adolescencia transcurrieron pobremente en un barrio de Argel, con lo que el bacilo de la tuberculosis inficionó su organismo desde los diecisiete años.

Teatrista, novelista, periodista, su actividad política y literaria acusó afinidades y rechazos: marxista, disidente, miembro de la resistencia, afecto a la independencia argelina, existencialista hasta entrar en un sonado debate ideológico con Sartre a raíz de su libro El hombre rebelde, de dura crítica al “estalinismo soviético”.

De ese entonces es otro de sus libros: La peste, escrito diez años antes del Nobel de Literatura que obtuvo en 1957. Su trama discurre en el puerto de Orán, y su relectura viene al caso de cara al coronavirus que agobia al planeta, sobre todo para no descuidar calamidades de efectos históricos más devastadores, como la que puede desatar la proliferación de ratas y ratones, enfrascados en residuos y desperdicios diseminados en calles, ríos, vertidores, alcantarillas, vecindades y lugares de concurrencia.

La mañana del 16 de abril -relata Camus en estilo periodístico-, el doctor Bernard Rieux tropezó con una rata muerta. De regreso a casa, vio salir otro roedor de gran tamaño: dio en correr hacia el doctor, hizo una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin “echando sangre por el hocico”. Al día siguiente, intrigado, inició sus visitas por los barrios extremos, en que habitaban sus clientes más desvalidos. Las basuras se recogían por allí tardíamente. En cierta calle contó doce ratas “tiradas sobre los restos de legumbres y trapos sucios”. Uno de los vecinos le comentó: -doctor, ¿ha visto cómo salen? -Sí, se adelantó a decir su mujer. Se ven en todos los basureros, ¡es el hambre!

A partir del 18, las fábricas y los almacenes “desbordaban de cadáveres de ratas”. Pronto, la crónica local comenzó a hablar del asunto: “¿Se han dado cuenta nuestros ediles del peligro que pueden significar los cadáveres putrefactos de estos roedores?” Unas misteriosas fiebres inguinales, comenzaron a cobrar vidas humanas: 20 a los pocos días. Los casos mortales se multiplicaban, y ante la incredulidad de algunos colegas -sobre que no existía peste alguna-, Rieux les indicaba que lo que él había visto “eran los bubones (tumores en las ingles), manchas, fiebres delirantes, fatales en 48 horas”.

Las medidas apuradas pecaban de insuficientes. Las ratas -aducía alguien- han muerto de la peste o de algo parecido, y han puesto en circulación miles y miles de pulgas que transmiten infección en proporciones geométricas. Entonces, mandó el parte oficial: “Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad”. Un sentimiento tan individual como es la separación, se convirtió en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante el duro exilio que, “para la mayoría, significaba el exilio en su propia casa”.

De acuerdo con el relato (que Camus atribuye al doctor Rieux), al cabo de varios meses del desastre bubónico -con picos de setecientos el número de muertos por semana y de ciento veinte al día-, el mal comenzó a ceder, dejando atrás los terrajes apremiantes, la visión de los cuerpos arrojados en hoyos “cada vez más profundos”, las incineraciones masivas confiadas al antiguo horno de Orán, los convoyes acarreando cadáveres al sepulcro del mar…

Sabía Rieux que la crónica no podía ser el testimonio de una victoria definitiva. Que la alegría de la gente estaría amenazada, y con angustia “camusiana”, dejaba en pie la advertencia: que el bacilo puede permanecer durante decenios en los muebles, en la ropa, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles. Que “puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. O en realidad de verdad, en una ciudad desdichada como hay tantas…

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